
Pronto, los niños monjes del lugar se acercaron llenos de curiosidad hacia mi obra. A pesar de no poder comunicarnos verbalmente debido a la barrera del idioma, me mostraron sus libretas llenas de hermosos mándalas de colores y me presentaron uno en particular llamado “mandala laberinto”. Fue entonces cuando un monje adulto, que hablaba inglés, se acercó para explicarme que mis pinturas también eran consideradas mandalas laberintos, con el significado de “confusión, autorreflexión y búsqueda del centro de uno mismo”.
Ante esta invitación, se me propuso quedarme un par de semanas en el templo a cambio de enseñarles a los pequeños monjes técnicas artísticas. Así, me convertí en espectador de una hermosa rutina matutina: cada día, a las 4 a.m., los monjes se preparaban y salían a las calles, donde las personas les daban sus ofrendas. Estos alimentos luego serían repartidos a las personas más necesitadas de la comunidad.
Fue un encuentro mágico que me mostró mi camino artístico.